20 marzo 2017

Descripción de un día que viví en el pueblo soñado por Tomás:

Es que algunos viven en el paraíso, y ni siquiera se dan cuenta”…Fue la frase que dijo mi padre mientras atravesábamos el mar Caribe en una lanchita de motor, tomada desde Playa Grande y con destino a Taganga. Fue una de esas frases sueltas que solemos decir los humanos de vez en cuando desde el corazón. Esas frases que salen misteriosamente, y que llegan al otro para quedarse enclavadas, registradas con tinta indeleble para no borrarse jamás.

Esta, así como tantas otras frases del mismo estilo, salió tal vez, sin que él mismo supiera cuál sería su destino en otros. A mí por mi parte, me quedó guardada en el alma, en el corazón, y en cada célula del cuerpo. Cada tanto por alguna razón venía esa frase a recordarme algo: el paisaje de por sí paradisíaco de aquella lejana bahía incrustada entre montañas en cuyo mar uno se pierde entre corales maravillosos, y en cuyas aguas tranquilas puede uno pasar más de cinco horas conectado suavemente con el majestuoso mar, sin que se presente ninguna sensación de fatiga o cansancio. Donde uno puede pasar días enteros contemplando el mar, sin comer casi nada, solo tomando agua vendida por las negras caderonas que  bordean la playa incansablemente, ofreciendo sus bebidas, y dándole al lugar esa característica única del calor costeño.

Ese día volvíamos de pasar un día entero en Playa Grande, y mi padre soltó esa frase. Han pasado ocho años. Ocho años en los cuales he vivido infiernos y glorias, donde me he empinado en montañas para sentirme plena, y me he hundido en huecos sin fondo, sin entender “qué carajos hago aquí”… Ayer, caminando por una calle sin pavimento, hundiendo mis pies en la “tierra colorada”, como llaman los lugareños a la tierra misionera, la frase de mi padre me retumbó de nuevo en el corazón.

Había sido uno de esos días especiales, en los que uno se siente parte de todo el universo; donde no hay “yo”, ni “tú”, solo “uno”. Días en que no se le pone problema a nada, en donde uno es capaz de compartir hasta los últimos cincuenta centavos que tenga entre el bolsillo con quien lo necesite. Esos días en que uno queda levantado con la energía de un ringlete con el sol de las cinco y media de la mañana, esos días en que a las seis de la mañana uno desayuna, y a las siete ya está trabajando con todo el entusiasmo, no por dinero, sino por la relación que establece con los otros.

Un día en que el sol brilla intensamente sobre tu piel, pero que no quema, solo calienta dando un bienestar inigualable. Esos días en que todos los niños te sonríen, todos los ancianos quieren hablar contigo, todo el mundo te necesita, y tú a todos, y no hay ningún problema. Un día en que las cosas cotidianas que salen mal solo producen risa y ganas de seguir. Un día en el que el recuerdo de todas las personas que han pasado por tu vida es un abrazo gigante de felicidad, comunión y amor. Un día en el que valoras la risa, el llanto, donde comprendes la vida, y la muerte, donde no te apegas a nada, donde todo es tuyo en la justa medida, aunque no poseas, sabiendo que al rato otro lo necesitará, y será ahora de él. Esos días en que de repente una pequeña vecina de tres años va entrando a tu casa pues vio la puerta abierta, y se va sentando en tu mesa, y la vas invitando a pintar, y ella te regala sonrisas, y te muestra así que existe otra forma más profunda de comunicación.

Esos días en que el dinero sobra, aunque no haya, en que amas desde el alma entera a todo el mundo, esos días en que aunque el perro del frente ladre todo el día, no te molesta, simplemente logras comprender que hace poco fue amarrado y clama su libertad de esa forma, así que tiene derecho, y que ojala lo liberen pronto.

Esos días en que el recuerdo de tus padres, o de tu tierra, o de los seres de los que provienes, es la razón misma de tu origen. Días en que todo es claro: todas las uniones, las relaciones, las situaciones y tu propia historia, te son develadas por Dios en plena armonía y perfección, sabiendo que cada puntada que diste ha sido necesaria, como un paso para conocer, saber, y aprender a vivir, que es en últimas la única razón de estar aquí.

Esos días en que parece que cada objeto te hablara, que sabes lo que piensa el árbol, la rata, el león, la hormiga, el agua, el aire, la tierra, la vela que enciendes. Que puedes conectarte con todo y con todos, y a todos entiendes, y te entienden. Esos días en que el silencio te conecta en meditación absoluta, un día en que todo es orden, y ves cómo cada cosa se desenvuelve en su tiempo, y en su justa medida, y sabes cuando está lista cada cosa, y sabes qué viene después, pues comprendes el orden. Un día en que no existe el caos.

Y así, en uno de esos días, caminando por “Los Paraísos” barrio en el que vivimos con mi esposo, incrustando mis pies bien profundo en el piso, regocijándome con el terracota y los verdes, y el río Paraná de fondo, recordé a mi padre y comprendí que “El Paraíso” es un estado interior al que llegas yendo hasta lo más profundo de ti mismo.

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