Es que algunos viven en el
paraíso, y ni siquiera se dan cuenta”…Fue la frase que dijo mi padre mientras atravesábamos el mar Caribe en
una lanchita de motor, tomada desde Playa
Grande y con destino a Taganga.
Fue una de esas frases sueltas que solemos decir los humanos de vez en cuando
desde el corazón. Esas frases que salen misteriosamente, y que llegan al otro para
quedarse enclavadas, registradas con tinta indeleble para no borrarse jamás.
Esta, así como tantas otras frases del mismo estilo, salió
tal vez, sin que él mismo supiera cuál sería su destino en otros. A mí por mi parte, me quedó
guardada en el alma, en el corazón, y en cada célula del cuerpo. Cada tanto por
alguna razón venía esa frase a recordarme algo: el paisaje de por sí
paradisíaco de aquella lejana bahía incrustada entre montañas en cuyo mar uno
se pierde entre corales maravillosos, y en cuyas aguas tranquilas puede uno
pasar más de cinco horas conectado suavemente con el majestuoso mar, sin que se
presente ninguna sensación de fatiga o cansancio. Donde uno puede pasar días
enteros contemplando el mar, sin comer casi nada, solo tomando agua vendida por las
negras caderonas que bordean la playa
incansablemente, ofreciendo sus bebidas, y dándole al lugar esa
característica única del calor costeño.
Ese día volvíamos de pasar un día entero en Playa
Grande, y mi padre soltó esa frase. Han pasado ocho años. Ocho años en los cuales he vivido infiernos y glorias, donde me he empinado en montañas para sentirme
plena, y me he hundido en huecos sin fondo, sin entender “qué carajos hago
aquí”… Ayer, caminando por una calle sin pavimento, hundiendo mis pies en la “tierra colorada”, como llaman los
lugareños a la tierra misionera, la frase de mi padre me retumbó de nuevo en el corazón.
Había sido uno de esos días especiales, en los que uno
se siente parte de todo el universo; donde no hay “yo”, ni “tú”, solo “uno”.
Días en que no se le pone problema a nada, en donde uno es capaz de compartir
hasta los últimos cincuenta centavos que tenga entre el bolsillo con quien lo
necesite. Esos días en que uno queda levantado con la energía de un ringlete
con el sol de las cinco y media de la mañana, esos días en que a las seis de la
mañana uno desayuna, y a las siete ya está trabajando con todo el entusiasmo, no por dinero, sino por la relación que establece con los otros.
Un día en que el sol brilla intensamente sobre tu
piel, pero que no quema, solo calienta dando un bienestar inigualable. Esos
días en que todos los niños te sonríen, todos los ancianos quieren hablar
contigo, todo el mundo te necesita, y tú a todos, y no hay ningún problema. Un
día en que las cosas cotidianas que salen mal solo producen risa y ganas de
seguir. Un día en el que el recuerdo de todas las personas que han pasado por
tu vida es un abrazo gigante de felicidad, comunión y amor. Un día en el que
valoras la risa, el llanto, donde comprendes la vida, y la muerte, donde no te
apegas a nada, donde todo es tuyo en la justa medida, aunque no poseas,
sabiendo que al rato otro lo necesitará, y será ahora de él. Esos días en que
de repente una pequeña vecina de tres años va entrando a tu casa pues vio la puerta
abierta, y se va sentando en tu mesa, y la vas invitando a pintar, y ella te
regala sonrisas, y te muestra así que existe otra forma más profunda de
comunicación.
Esos días en que el dinero sobra, aunque no haya, en
que amas desde el alma entera a todo el mundo, esos días en que aunque el perro
del frente ladre todo el día, no te molesta, simplemente logras comprender que
hace poco fue amarrado y clama su libertad de esa forma, así que tiene derecho,
y que ojala lo liberen pronto.
Esos días en que el recuerdo de tus padres, o de tu
tierra, o de los seres de los que provienes, es la razón misma de tu origen. Días en que
todo es claro: todas las uniones, las relaciones, las situaciones y tu propia
historia, te son develadas por Dios en plena armonía y perfección, sabiendo que
cada puntada que diste ha sido necesaria, como un paso para conocer, saber, y
aprender a vivir, que es en últimas la única razón de estar aquí.
Esos días en que parece que cada objeto te hablara,
que sabes lo que piensa el árbol, la rata, el león, la hormiga, el agua, el
aire, la tierra, la vela que enciendes. Que puedes conectarte con todo y con
todos, y a todos entiendes, y te entienden. Esos días en que el silencio te
conecta en meditación absoluta, un día en que todo es orden, y ves cómo cada
cosa se desenvuelve en su tiempo, y en su justa medida, y sabes cuando está
lista cada cosa, y sabes qué viene después, pues comprendes el orden. Un día en
que no existe el caos.
Y así, en uno de esos días, caminando por “Los
Paraísos” barrio en el que vivimos con mi esposo, incrustando mis pies bien
profundo en el piso, regocijándome con el terracota y los verdes, y el río
Paraná de fondo, recordé a mi padre y comprendí que “El Paraíso” es un estado
interior al que llegas yendo hasta lo más profundo de ti mismo.