14 abril 2017

La Rocita

Conocí La Rocita cuando tenía 12 años. Mi alma era citadina. Mi cuerpo estaba acostumbrado a la comodidad de una ducha caliente y mis oídos al ruido permanente de los carros, que nos dan una sensación irónica de compañía. Mis pies habían estado calzados desde que vi la luz, y mi contacto con la tierra se limitaba al escaso polvo que se levantaba en el recreo, o en la práctica de los deportes en la cancha de voleibol en donde dábamos la clase de educación física.


Mis sentidos dependían de los aparatos electrodomésticos, sin cuya presencia en la casa, parecía ser imposible sobrevivir. Recuerdo que una vez, en nuestro departamento se dañó el calentador eléctrico, y durante unos días tuvimos que bañarnos a totuma. El procedimiento era ritual. Nuestra madre se levantaba una hora antes, y ponía a hervir cuatro ollas grandes con agua. Una vez alcanzaba el máximo de ebullición, la olla era sacada de la estufa y llevada al piso de cada baño, en donde meticulosamente, mi madre iba mezclando en un balde una porción de agua hirviendo más una porción de agua fría. Cuando se verificaba la temperatura ideal, cada uno empezaba a echarse totumadas. A mí me gustaba, debo confesarlo. Sobre todo aquel último resto de agua que quedaba en el balde, echado con fuerza desde encima de mi cabeza. Ese poco de agua bañaba mi cuerpo por dos segundos más. Pero la diversión por el método nuevo de baño duró dos semanas, luego de las cuales a nadie le seguía pareciendo divertida la nueva metodología de aseo. 


Así que ese primer fin de semana que mi papá pasó a buscarnos a las seis de la mañana de un domingo, aquello no fue un paseo al campo, sino por el contrario, era como volver a un pasado que mi mente juvenil se negaba a aceptar. Tomamos la carretera y en seguida caí profunda. Al abrir los ojos ya habíamos llegado al pueblo desde donde se tomaba la barca para llegar a la finca.


El calor de 40 grados a la sombra, caía sobre mi piel citadina como rasgándome. Mi rostro no podía evitar la sensación de disgusto por lo que veía a mí alrededor. Las personas corriendo por las calles, descalzas y curtidas de polvo. Las ropas gastadas y pálidas por el efecto del sol cayendo sobre ellas 12 meses del año sin descanso. Hubiera pedido un tapete para alcanzar la balsa, pero me pareció desproporcionado. En una cuadra que caminamos hasta llegar al puerto, mis zapatos y mis piernas se llenaron de un polvo blanco amarillento, fino y seco. Al caer en mis piernas y mezclarse con el sudor, ese polvo se convirtió en una especie de barro que luego de dos minutos fue mezclado con la sangre resultante de una rasquiña intensa que tuve que darle a mis piernas, llenas de ronchas producidas por los cientos de mosquitos que se paraban sin piedad en todos los rincones de mi cuerpo.



No era posible volver, tampoco reclamar. El respeto a mi padre no me lo permitía. Así que con la resignación que da la impotencia, me dejé tocar por las manos de piel negra, secas y cuarteadas, sucias e inmensas del hombre que conducía la barca. Me dio su mano para asegurar que no cayera en el río. Hubiera querido decir que no, pero tenía dos opciones. No aceptar aquella mano que me producía mucha impresión por ser desconocida y distinta a las que veía en la ciudad, y correr el riesgo de pasar hasta la barca sin apoyo, con el río corriendo a toda prisa entre el agujero que mis pies debían saltar con precisión, o aceptar esa mano que se me presentaba del otro lado, esa mano que pertenecía a ese hombre que tenía un inmenso parecido a las razas humanas perdidas que solo había visto en los libros de Historia Natural en el colegio. Entonces, en ese segundo decidí arriesgarme a lo seguro. Le di la mano y me impresionó la sequedad que percibí en un segundo de contacto que evadí lo más rápido que pude. Él me ayudó a acomodarme en un pedazo de madera dispuesto de lado a lado de la balsa. Todos los demás subieron detrás. De último mi padre, quien quedó en la orilla, fumándose un cigarrillo y acordando con otro balsero la hora de nuestra recogida.



Después de acomodar las cosas del día al frente de la casa, mi padre me ordenó que aseara el lugar. Me suministró una escoba, un trapo grande untado de kerosene, una botella de kerosene, y trapos, untados también con kerosene, para pasar a todos los muebles de la casa. Después de la orden, todos los hombres, es decir, mis tres hermanos mayores, mi papá, y Victor, el padre de la familia que se encargaba de cuidar el lugar, se fueron al campo a trabajar. Me senté durante dos segundos y los mosquitos se encargaron de hacerme odiar aquel lugar. Como pude, cumplí la tarea de mi padre, rogando a Dios que pasara el tiempo rápidamente para que llegaran las cuatro de la tarde, hora acordada con el balsero.



Después de hacer el aseo, en más o menos dos horas, Victor llegó a ver cómo estaba. Me llevó un coco y en mi presencia lo abrió y me lo entregó para que bebiera, mientras me indicaba: E´ o mejo pa´ la se´. Lo tomé y si, la verdad es que es lo mejor para la sed. Sin preguntarme, me tendió una hamaca, y me invitó a que la usara. Segundos después se fue nuevamente. El resto del día, exceptuando la hora del almuerzo, dormí profundamente. Me enrosqué en la hamaca, y me tapé con su tela gruesa. No sé si me siguieron picando, solo sé que a las cuatro de la tarde, medio atontada todavía, acompañé a los hombres al puerto. Un temporal hacía que la balsa se moviera de un lado al otro. De lado y lado del río se veían pequeñas olas amarillas. No sentí miedo, por el contrario. Me gustó ese vacío en el estómago. Ese vacío era lo único que me gustaba de cada domingo que se repitió durante tres eternos años.



II

Volví cuando tenía 19 años, y esta vez la Rocita me curó de un mal de amor. El padre había decidido que nos quedáramos ese fin de semana allí. Por alguna extraña razón, yo había olvidado esa vieja sensación, y acepté sin reclamos la invitación. Al llegar, María y Víctor me llamaron ´´Comadre´´ y ahí fue que recordé que tres años antes había sido nombrada madrina de Carmen, su hija menor. Me agradó ese nuevo apodo, y de alguna manera ese nuevo nombre me hizo establecer con ellos una relación de confianza, como si fuéramos familiares, más que simples personas que se conocen por una relación laboral.



El primer día mi papá me pidió que preparara el fuego para hacer la carne del almuerzo. Como si lo supiera desde siempre, arrumé algunos palos pequeños en el piso, y con toda la paciencia fui prendiendo el fuego hasta quedar convertido en una fogata fuerte. Luego, con la indicación de Víctor, fui dejando que aquellas maderas se convirtieran en tizones, lo suficientemente rojos como para poner la parrilla sostenida por una fila de ladrillos. El olor de la carne asándose y las pequeñas brasas rojas que se iban esparciendo por el viento, parecían atravesar mi piel, hasta llegar a fundirse con mi alma, en un pasado que parecía estar recordándome un tiempo muy antiguo, una parte de mí que estaba como condenada al encierro de un tesoro en un desván.



No sé cuántas horas pasé contemplando el fuego, sintiendo el calor impetuoso que producía en mi piel ríos de sudor. Una suave brisa que llegaba del río, los colores de las mariposas, de las flores, y del mismo fuego, llevaban mi espíritu a un estado que era totalmente desconocido para mí. Quise bautizarlo felicidad, pero sentí miedo. Ya había confundido la felicidad con tantos placeres efímeros de los sentidos, que preferí no nombrar aquella paz, aquella sensación de unidad y de hermandad. Víctor aparecía cada tanto a verificar el estado de la parrilla, y a traer agua de coco para refrescar. Yo aprovechaba para preguntarle sobre la cosecha, el río, la luna. Él me decía dos o tres cosas, cortas pero llenas de sabiduría, y yo sólo me quedaba allí, escuchando ese mundo que ante mí se abría como una margarita al salir el sol. Para el almuerzo arreglamos las sillas, y comimos con gusto. Un gusto también nuevo. El gusto a tierra, a madera, a carbón, a río, a coco.



Por la tarde, cuando los hombres llegaron de su faena, María, Víctor, mi papá, yo, y todos los hijos de la familia, nos sentamos alrededor del fuego de una inmensa hoguera que Víctor preparó. Luego me enteré que era un ritual que se repetía todas las noches durante muchas generaciones. E fuego ejpanta oj mojquitoj comadre. Por eso, cada noche, sin importar el día o la luna, se hacían al frente de la casa a las 6 de la tarde, hora en que un ejército de insectos sale implacable a picar. Hay muchos mosquitos Víctor. Que va…cuatrico. Cuatrico millones Víctor. No, cuatrico. Decía ahora mi padre, y todos reían. Reían porque resultaba muy chistoso ver a la cachaca recién desempacada, con sus piernas blancas de rana platanera, vestida hasta el cogote para evitar que los mosquitos atacaran. Pero el fuego funcionaba. Ahí, durante cientos de años, era el momento de la filosofía, de la cultura, de la transmisión de valores. Cada uno iba contando lo que le pasaba, o lo que le pasó a alguien en el pueblo o en la región. Entonces el padre y la madre, con sus gestos y palabras aprobaban y desaprobaban las noticias del pueblo, y de esa forma los hijos iban formando una idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Durante siglos había funcionado así. Claro, los hombres seguían cometiendo errores. Pero esos errores eran discutidos al son del fuego, casi tomados de las manos, en un ritual mágico de río, brisa, tierra, fuego y palabras, luna, esperanza de sol.



Durante el mes que estuve de vacaciones con mi padre, todos los fines de semana se repitió el mismo ritual. Nunca había visto sonrisas más honestas, nunca había percibido el origen del hombre tan de cerca. Los hijos eran silenciosos y reservados, pero en sus rostros se dejaba ver la belleza de la inocencia, de la carencia de necesidades en exceso. Me fui con la sensación de que eso era la felicidad. Pero tampoco quise nombrarla, porque también sabía que en sus rostros había un cierto dolor oculto e inolvidable, tan humano como la humanidad. Pero en algo eran diferentes de nosotros, aunque no podía lograr verlo del todo, lo sabía.

III

Tres años más tarde volví. Esta vez, la Rocita me otorgó descanso, me recargó con la energía del sol, me alivió mis nervios con agua de coco y mi exceso de trabajo con música de pájaros y colores de mariposas. Trabajaba todo el día, y por la noche estudiaba, así que mi cuerpo me pedía a gritos el Dolce fare niente. Fui con una amiga, y todo el tiempo estuvimos tiradas en la terraza de la casa, tomando el sol y refrescándonos con agua del río, purificada y traída en un balde. Ahí fue que empezó la idea de mi padre de traer luz a la finca. En la carretera, por detrás de la finca, habían comenzado a instalar los postes de alta tensión. Solo era cuestión de invertir algún dinero para traer la luz hasta la casa. ¿Qué te parece? Uhm, si, sería bueno. Claro, sería bueno porque en mi pequeña mente solo estaba pensando en que las próximas vacaciones podríamos tener bebidas heladas, y un delicioso ventilador que espantara los mosquitos por las tardes.



Esta vez no hubo fogata. Mi amiga quiso quedarse mejor en la casa, resguardada de los bichos en el bunker bien dotado de mosquiteros y papeles de periódico en cualquier ranura de puertas o ventanas. Así que nos quedamos jugando cartas el par de noches de visita. Me vi muy poco con los compadres, pero ellos lo entendieron bien.



IV

El año del 2000 fue un año en el que morí. Y la Rocita me vio morir esa vez. Creo que dos veces morí. Dos veces en que el río se llevó una parte del mi alma hasta el mar, purificándola. Morí, de eso estoy segura. Llegué agonizante. Mi cuerpo lleno de vida, de juventud. Mi piel templada, bonita, mis senos en pie, mis músculos elásticos y mi voz suave. Pero mi alma agonizaba. Llegué casi sin habla. Me encerré en el cuarto después de llevar a mi papá hasta la orilla y despedirme de él por esa semana. Varias veces me insistió que era mejor que no me quedara sola. Había peligro de paramilitares, y él ya había recibido algunas amenazas. Parecía que estaban al otro lado del río, en la finca del frente, y en cualquier momento, tú sabes, pueden venir. No seas terca. Pero no tenía miedo. Por primera vez en mi vida no tenía miedo de mi propia vida, sería que sentía que me esperaba una muerte más profunda, una muerte capaz de burlarse de la muerte física, si era real. Escuché la balsa alejarse de la orilla, y el silencio de la soledad me invadió rápidamente. Me encerré en el cuarto. No quería compañía.



Morí, claro que morí. Mi piel fue cayendo poco a poco, y la mudanza duró una semana. En carne viva me paseaba por la sombra de la casa, rasgándome con los dientes los trozos de piel vieja que aún cubrían mi alma desnuda. Pero la presencia de Víctor y María, sagradamente instalada en el corredor de la casa todos los días después de almuerzo, en lugar de molestarme, parecía aliviarme. Creo que ellos podían verme, rasgándome, sangrando, sudando por los esfuerzos de la muerte y el nuevo nacimiento.



Rápidamente nos hicimos amigos. Compadres, familiares, parceros. Se quedaban una o dos horas conversando, hablando de cosas cotidianas. En medio de una de las contracciones, vi la imagen de la hoguera que había vivenciado hacía algunos años, cuando era adolescente. Les dije que a qué horas la hacían. Con simplicidad, Víctor dijo que ya no era necesario, que a esa hora veían el noticiero, y que los mosquitos los espantaba ahora el ventilador.



Seis días después, me enteré de la nueva pobreza de María, quien se sentía pobre porque no tenía una lavadora de última tecnología, con 13 programas para distintos tipos de ropa. Tampoco podían todavía comprar de esos televisores a color y con control remoto que presenta el actor de la novela de las nueve. Ah, como le gustaría a María tener esa estufa que presentan después del noticiero en esa propaganda. Pero no podían comprar nada de eso, eran terriblemente pobres.



Como pude, traté de decirle a María que eso no era ser pobre, que pobre era necesitar cosas que no eran indispensables, que ellos tenían un bienestar superior a la materia. Pero fue en vano, ella no me escuchaba, seguía repitiendo que quería esa muñeca barbi para María del Carmen en Navidad, y esos poue range que mostraban pa´ los pelaos.



VI

“Ahora somos ricos”. Fue una de las primeras frases que escuché de María la siguiente vez que llegué a su casa. Había comprado todos sus deseos, pero habían perdido el fuego, la luna, los cuentos de los tatarabuelos, las noches estrelladas. Habían dejado entrar a su casa un confortable sillón, algunos ventiladores de más para los distintos rincones, pero habían sacado esa sonrisa que me era tan sincera, y la tranquilidad que da la ausencia del deseo, había sido ocupada por un LCD, pantalla plana.

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