05 marzo 2017

Crónica de un jardín, o de una rosa, o de una mujer buscándose a sí misma

Estaba sentada en el comedor de su casa, como a las 7 de la noche de un día sábado. Mientras la miraba, aquella rosa le dijo que el problema siempre había estado en la ignorancia, es decir, que para poder amar se necesitaba saber, y en todos los casos, el amor era algo que se aprendía, es decir, que se podía enseñar.

Su primer contacto con un jardín fue desde el paraíso. Traté de encontrar mientras escribía estas palabras un origen. Primero pensé en el jardín de la casa de Barranquilla, tal vez porque es el primer dato que tengo sobre ella. Pero no, no es ese el principio, pues su papá y su mamá vivieron en Chía y cultivaron fresas, zanahorias, y otras tantas... Es decir, que podría decir que desde que estaba en el vientre de la madre. Pero entonces todo habría empezado con la afición  del padre por el campo, y no, pues su abuelo materno tenía un cultivo en el patio de la casa. Por eso creo que la unión con la tierra no ha tenido un principio, y por lo tanto tampoco un fin, así percibo la eternidad.


Para resumir, y como no tengo más información sobre Liláh, que el corto paso que aquella mujer ha tenido por este planeta, me limitaré a decir que su primer contacto con la tierra fue en el jardín de Barranquilla. El jardín lo conocí por las fotos que ella me mostró aun siendo una niña, con un vestido blanco muy corto de tierra cálida, pelito corto y crespo, y una manguera verde regando unas matas cercanas a un árbol no sé de qué. Me contó que el patio era pequeño, tenía pasto, y unas cuantas matas de flores de muchos colores. No sé quién cuidaba el jardín, eso nunca lo llegué a preguntar cuando estaba averiguando sobre su historia. Ese, me imagino, fue su primer encuentro con la tierra, y creo que por doloroso, su memoria hizo el mejor esfuerzo, y desvaneció los detalles. En ese jardín su papá se le perdió. Me cuenta que era pequeña, que después de mucho meditarlo sus dos padres vieron que lo mejor era que se fueran para Bogotá con la mamá y los hermanos. Ella sólo puede registrar el momento en que se subieron en un avión, y se fueron a la casa de la abuela, a mil kilómetros de distancia, a una tierra fría que ya se le había olvidado. Si hace un esfuerzo, puede ver a su madre, que iba llorando en el avión, a pesar de que sabía que era lo mejor para todos.

De repente Liláh puede conectarse con su pasado,  y esto es lo que me cuenta con sus ojos cerrados:
“Llegamos a una casa grande que también tenía un jardín, o más bien un patio, pues la verdad es que no recuerdo flores, ni frutas. Tengo 4 años. La casa es grande, muy grande. Hay gente, mucha gente. No salgo mucho al patio. Mi abuelo ya ha muerto, y ya no hay quien siembre zanahorias largas, ni brevas, ni quien abra huecos profundos para echar todos los hollejos, para que luego se pudran y nazcan lombrices para abonar la tierra. El jardín ahora está en silencio, y supongo que por eso es que no me gusta entrar allí.  Mis hermanos y mis primos hacen camping en el patio todos los fines de semana, pero no hay flores, ni frutos.

Ahora nace Andrés, mi hermano menor, y estamos llegando a un apartamento en un primer piso. Afuera veo un hermoso jardín, lleno de flores de muchos colores. El jardín da toda la vuelta a la esquina, la casa es una casa esquinera blanca, con puertas marrones. Luego de la casa, hay un espacio de un metro y medio hacia adelante, que está lleno de muchos aromas y colores. Mis preferidas son las Fresias, esas florecitas color crudo que huelen delicioso. Me gustan también los brotes de las Cecilitas, que si los aprieto con cuidado, parece que se formara un gusano verde. Solo que un día doña Inés me ve haciendo eso, y se agacha y me explica que cada uno de esos gusanitos que tengo en la mano, si los hubiera dejado en la planta, se hubieran convertido en flores como las otras. Pero ahora, fuera de la planta, no podrían nacer, y morirían. A pesar que me gustan mucho los gusanitos verdes, jamás vuelvo a arrancarlos, prefiero esperar un tiempo a que ellos se conviertan en flores blancas, rosadas, fucsias, violetas o naranjas.
El jardín lo cuida doña Inés, la dueña de los apartamentos, que vive en el segundo piso. Ese jardín lo disfruto el primer año que vivimos allí. Conozco todas las flores y las observo. Hasta que llega el televisor a color. Ahora no quiero salir más al jardín, prefiero meterme en una caja oscura de donde salen imágenes a color de superhéroes nacionales y extranjeros”.
Se hace un silencio, su respiración se escucha suave. Vuelve a tomar aliento.
“Ahora tengo 9 años. Estamos en un conjunto residencial lleno de jardines impersonales, cuidado por personas a las cuales ni siquiera les importan las flores que allí viven. Les pagan para que en una mañana lleven 30  o 100 maticas metidas entre una bolsa negra, y las siembren en un orden estricto para que adornen bien. Tan pronto como están grandes, vuelvo a ver a los hombres llegar a quitar las que están menos lindas y a podar el pasto. Luego reciben su sueldo de jardineros y se van hasta el otro mes. Ese jardín tampoco me interesa, no lo observo, no lo percibo, no sé qué clase de flores hay. Solo veo una masa verde y de colores uniformes.  
Ahora estamos de nuevo en Barranquilla, esta vez en un apartamento en un cuarto piso. Allí no hay matas, pero en la finca sí. El jardín de la finca es inmenso, no me gusta ir. Mi papá está llegando. Es domingo, son las seis de la mañana y me hala la sábana para que me cambie y vaya con él. No quiero ir, quiero quedarme durmiendo. No me gusta ir a la finca. Lo único que me gusta es pasar el río, pero tan pronto como llegamos, quiero que pasen rápido las horas y que a las cuatro de la tarde llegue la lancha para devolvernos. No me gusta ensuciarme, sudar, aguantar el sol, ver las plantas, no me gusta la finca.

Tengo dieciocho años y estoy de nuevo en Bogotá. Viajé a esta ciudad porque se me ha metido que debo “ser alguien en la vida”,  estudiar,  llenar las expectativas sociales que se esperan de la mujer que yo me creo, y que los demás creen que soy: inteligente y berraca. No veo tierra por ninguna parte. Sólo una planta que mis ojos perciben, pero que mi alma no ve, y que cuida mi mamá en la terraza de 1 por 3 metros que tenemos en el apartamento.  Ahora me dedico a cultivar el intelecto, a alimentarlo, a llenarlo de conceptos, de teorías, a trabajar ocho horas al día, estudiar las otras ocho, tres para desplazamientos y arreglo personal, y cinco para dormir . La cosecha de la siembra llega a los pocos años: un carro, un novio elegante con un buen carro también, un sueldo bueno, ropa de marca, perfumes, joyas, conversaciones interesantes con gente culta, libros, buena música, buena comida, viajes, gimnasio.
Estoy sentada en el comedor de la casa, sola. Es sábado por la tarde y siento un hueco profundo en el corazón que me reclama a gritos una vista hacia mi interior. Un vacío inmenso cuya voz es tan grande que no me puedo hacer la loca. Sé muy bien que puedo hacerme la loca, y callar esa voz que me dice que pare un poco, que me detenga a pensar. Y la callo por un tiempo.

Ahora tengo 24 años y estoy en la oficina del banco en que trabajo. Alguien me regaló ese cactus que está al lado del computador. No sé quién me dio ese cactus. Me acerco a observarlo. Es pequeñito, y la matera en donde está también. Alguien me dijo que los cactus requieren poco agua, pero a mí lo único que me importa en ese momento es que me sirva para coger todas las radiaciones de mi computador y que no me hagan tanto daño.

Han pasado dos meses, llego a las ocho de la mañana a la oficina, y no veo el cactus. Los ojos se van automáticamente a la basura, no sé por qué. El cactus está absolutamente achilado, seco, con la tierra muerta y escasa, junto con hojas de borrador de proyectos importantísimos, de asuntos de aquellos que me hacen una mujer de mundo. Voy a preguntarle a Cecilia, la señora del aseo, para ver qué pasó, y ella me dice algo que me queda retumbando por cinco minutos, porque no tengo más tiempo para pensar en bobadas: ¿Señorita Liláh, esa plantica estaba muerta, usted alguna vez le echó agua?   La frase se repite mientras camino a mi puesto. Vuelvo a escuchar la frase cuando entro al baño a mirar mi presentación personal antes de comenzar mi jornada laboral. La frase sigue retumbando mientras camino a coger mi café de la mañana. Las palabras continúan martillando, esta vez llegan un poco más profundamente. Pero llego a mi puesto, y el teléfono me recuerda que tengo una reunión importantísima dentro de diez minutos, y que tengo que dejar de pensar en bobadas.

Estoy estudiando teatro, los gritos de la conciencia sirvieron de algo. Estoy en clase de canto. Todos estamos descalzos, y siento la tierra temblar bajo mis pies. El piso es de madera, y me regala una vibración que me toca lejos, allá en ese lugar que es habitado por los sentimientos. Los golpes de todos los actores en el piso crean una música, y la percibo. Ese ritmo hace que mi voz estalle cuando la profesora lo pide y empiezo a cantar con una voz que es nueva para mí. De aquí en adelante, solo espero que sean las seis de la tarde para poder salir del banco e irme en el carro hasta la academia. Todo el día pienso en el instante en que me quito mi blusa de seda y mi sastre de paño, y los reemplazo por la sudadera negra. En el almuerzo estoy sintiendo la necesidad de quitarme las medias de nylon y los tacones, para quedar con mi piel en contacto con el algodón, y mis pies en contacto con la madera, con el pasto de los jardines de la academia. Ahora, cuando llego por la mañana al banco, ya no veo solo los edificios, los papeles, los teléfonos. Ahora veo las montañas de San Diego, las calles empinadas, las personas corriendo con prisa por la ciudad. Ahora el sol me calienta por las mañanas, siento sus rayos penetrando por la ventana y tocando mi piel.  Veo mis compañeros de oficina, y a mí misma, condenados a ocho horas de trabajo sin derecho a salir a ver el día. Me siento por primera vez en una prisión, la veo, mis ojos comienzan a abrirse muy lentamente. Extraño al cactus, a quien ni siquiera le puse un nombre. Aguijonea por primera vez después de tres años, el recuerdo del aborto que me induje porque sentí que “eso” incomodaría mi carrera profesional. El teléfono me llama a la oficina de mi jefe. Y así paso un año. Tengo dos vidas. Una vida montada en tacones, y otra vida descalza. La vida descalza que toca la tierra empieza a gritarme, a reclamarme alto, a mostrarme el mundo que no quiero ver detrás de mis barrotes. Llega una rosa diminuta. Me la regaló Alex, un chico que es barman, y que conocí en el bar donde estoy trabajando los fines de semana, porque ya estoy pensando en renunciar, y quiero acostumbrarme a lo que podré hacer mientras termino de formarme en teatro. La rosa diminuta me acompaña un tiempo, me enseña a mirarla, pero yo no quiero mucho. Hoy entrego mi carta de renuncia. Algunos creen que enloquecí, otros me animan, otros me felicitan, y uno me dice que pronto hará lo mismo. Años después sé que lo hará.

El teatro me ha movido demasiado. Voy de la risa al llanto en segundos, y ya no sé ni quien soy. Alex es muy lindo, pero es más lindo aquel Juan que conozco en el taller de actuación, y él me emociona más. Entonces termino con Alex y me voy con Juan. La rosa muere en mi casa, con tan poca agua y luz que me imagino los grandes esfuerzos que hizo para no morirse, para enseñarme algo que yo no quiero, o no estoy preparada para ver. Ni me doy cuenta que se muere.

Juan toca a mi puerta y aparece con “Jerónimo”, un bonsái de pino finlandés. Jerónimo se encarga de llamar mi atención, se atraviesa en mi camino todo el tiempo. Yo paso por su lado, de vez en cuando lo riego, y lo cuido como me enseñaron.  Pero empiezo a tener muchas ocupaciones en el teatro, y a pasar muchos días en las casas de mis compañeros ensayando obras. Dejo de vivir en esa casa, y Olga queda encargada de cuidar de él.
Es el día de un recital de poesía, y recibo de manos de un admirador una primavera rosada, una flor a la que le llamé al verla “Mariana”. Mariana me exige que la mire crecer. Se me pone en frente, sin violencia, se instala en la ventana de mi cuarto, y comienzo a escuchar su voz en el idioma de las flores, que para mi sorpresa, conozco perfectamente.  Yo estoy errante, no estoy más de un mes en ningún lugar. Pienso en llevarla a la casa de mi mamá, pero ella se me planta al lado de la mochila, indicándome que irá conmigo. Voy de casa en casa con ella en manos. Cada mañana me levanto y lo primero que hago es echarle un chorrito de agua. Empiezo a hacerme consciente de su crecimiento, sus necesidades, sus hijitos, sus hojas muertas para quitárselas. La pongo al lado de la ventana en la que estemos para que reciba el sol.

Ahora estoy viajando, necesito irme un poco más lejos para ver si me encuentro. Mariana comienza a achilar sus hojas al escuchar el motor del avión. Empiezo a hablarle, a explicarle lo que pasa, pero me  hago consciente de la mirada asustada de mi vecino de puesto, así que sigo hablándole mentalmente explicándole lo que es un avión y todo lo demás para que se tranquilice. Su miedo pasa solamente al aterrizar y llegar a nuestro destino, cuando le pongo un poco de agua, y ella se siente un poco más firme.

Ahora estoy en el campo, donde voy a pasar un tiempo para tratar de equilibrarme. Pero más allá de equilibrarme, la tierra me muestra sus secretos, me regala su sabiduría, me enseña a observarla, a respetarla, a honrarla, a vivirla, pero sobre todo a cuidarla. La tierra se acerca a mí, o yo a ella, para descubrirla, para entenderla.

Estamos de nuevo en Bogotá con Mariana, y ahora al lado está Jerónimo. Estoy viviendo muchas cosas que me hacen sentir en carne viva cosas del pasado que no me están dejando vivir. El dolor interior es tanto, que Jerónimo y Mariana, al tiempo, y sin avisármelo, se mueren sin remedio, se apagan del todo, y terminan como el cactus y como la rosa. Siento que ellos mueren conmigo de alguna manera, para renacer.

Han pasado tres años. Desde hace dos años estoy en la casa de mi abuela nuevamente, en la casa que llegamos cuando mis padres se separaron. La casa ahora está dividida en  4 apartamentos, y uno de ellos, que fue sacado del garaje, fue el que nos recibió a Luis, mi compañero de camino, y a mí. Al frente del apartamento, un jardín diminuto hace que vuelva a pensar en sembrar. Recuerdo con cierto dolor mi experiencia con las matas, y pienso en que no tengo buena mano. Siembro unas cuantas maticas, pero a los 8 días de haberlas puesto, un ser las arranca y se las lleva a otro lugar.”

Un nuevo silencio, una pausa como reponiéndose, y un suspiro profundo, como quien ve una luz, o quien entiende profundamente algo. Abre los ojos, mira por la ventana, y luego me mira a mi mientras me dice estas palabras como cantándolas, y como si cuyo instrumento batiendo la música que las acompaña, fuera el corazón.

“La rosa que motivó este canto, vive en la casa hace 20 días. Vive junto con otras 5 rosas que están creciendo lentamente, con varias planticas aromáticas, dos saucos, unos brevos que están intentando crecer, clavellinas, cecilitas, margaritas....

Andrés, mi hermano, me pidió un piecito de esa mata en una casa vecina. El piecito venía con la rosa.
-Es la rosa más hermosa que he visto en mi vida- Dijo Andrés.

El día que la rosa llegó, le conté a Luis, mi esposo, lo que había dicho mi hermano, y él me dijo:
- Es linda, pero las más hermosas que ya vi, son las que se dan en el jardín de la casa de mi infancia. Son rosadas, y huelen delicioso.


Si le hubiera preguntado a “El principito”, tal vez me hubiera dicho que no, que la rosa más hermosa es la que él ha domesticado en su planeta.

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