Justo cuando la tierra recibió el
sol de mediodía, el cuarto jueves del noveno mes, del año catorce del nuevo
milenio, Pablo supo que tenía todo listo. Miró su equipaje y verificó que
estuviera todo completo. Su espíritu y su alma supieron que estaba preparado.
Tenía una hora más para terminar de arreglarse para su viaje. Estaba ansioso,
pero su corazón latía con una dicha especial. En unas pocas horas estaría al
lado de las personas que lo habían esperado por tanto tiempo, y él a ellas.
Nunca estuvieron del todo separados, pero la presencia física tiene esa magia única e irremplazable, que solo se produce cuando nos miramos fijamente a los ojos con un semejante.
Desde un pequeño banco, en un lugar
tan alto que solo un niño puede
imaginar, Pablo se miró a sí mismo. Llevaba todo lo que necesitaría: unos ojos
profundos y marrones que le servirían para conocer su nuevo mundo. Aquellas
máquinas perfectas que le permitirían escuchar cuando fuese llamado, y con los
cuales aprendería tantas cosas. Ya los había experimentado. Había escuchado a
Esteban, con quien tenía charlas interminables por las tardes, cuando llegaba
de la escuela. Con sus oídos experimentaba escuchar cada mañana la voz de
Johana, y el hasta luego de Daniel cuando iba a trabajar. Como equipaje llevaba aquel cuerpo perfecto,
dotado de unas piernas que lo acompañarían en el recorrido de todos y cada uno
de sus caminos. Sus brazos y sus manos, que le permitirían realizar sus obras.
Daba gracias al universo por este viaje que emprendía. Pensó en los seres que
ya conocía, y con quienes por esas razones misteriosas que olvidamos, nos
volvemos a ver siempre para reconciliarnos, o para ayudarnos en nuestras
travesías. Pensó en Guillermo. Sabía que
esta vez sería su abuelo, pero también sabía que parecía conocerlo hacía miles
de años, por el cariño tan inmenso que sentía hacia él.
…
Eran las doce y cuarenta y cinco de
la tarde, y luego de contar los limones que llevaría a Barranquilla para
vender, Guillermo tomó su almuerzo junto con María del Socorro. Una vez
terminaron de comer, un cansancio especial y leve llevó rápidamente a la hamaca
a Guillermo. Acostado en medio del olor de cocos y Rio Magdalena mezclados,
percibiendo la hierba fresca, la promesa de lluvia, la brisa que se
lleva todo, hasta los olores deseados, contemplando unas buganvilias repletas de
violeta anunciador, Guillermo fue cerrando sus ojos lentamente. No sabe cuánto
tiempo pasó. Solo recuerda que cuando despertó de su siesta, una experiencia
imborrable para todos se presentó en su memoria con la claridad que pocas veces
tienen las situaciones de la vida cotidiana. Él estaba volando en el espacio, y
Pablo asió confiadamente el dedo meñique de la mano derecha de su abuelo. Le
decía que estaba listo, y que emprendería en pocos minutos su viaje hacia
Méjico, D.F. El abuelo no pudo más que sentir un pálpito en el corazón de
felicidad. Sus ojos casi se llenan de lágrimas por la noticia, y las palabras
brotaron de los labios con dulzura: ¡Qué tengas un feliz viaje Pablo¡-le dijo
el abuelo Guillermo.
El nieto le respondió con su
corazón, diciéndole que ya venía. Los ojos de Guillermo se abrieron y miró
hacia el cielo. Contempló los pájaros que pasaban, y una pequeña mariposa
naranja revoloteó muy cerca de la enredadera. Percibió en un instante el aleteo
de la vida, y de Dios, en un momento de plenitud.
A las dos de la tarde, Daniel los
llamó al celular, y les avisó que a la una de la tarde Johana había roto
fuente. ¡Pablo venía en camino¡