Esta es la historia de
dos pueblos. Uno de ellos siempre quiso conquistar y ampliar sus dominios sobre
otros. Para encontrar la fuerza necesaria en llevar a cabo su intento,
necesitaba iguales que quisieran con toda la fuerza del mundo implantar en su
vida la teoría de que el hombre es salvaje y egoísta por naturaleza, y que eso
es lo que impulsa el progreso de los pueblos.
Lo claro es que
encontró varios semejantes en su camino, y con la fuerza de una multitud lo
logró: creó un imperio propio, basto y poderoso. A su paso iba destruyendo lo
que no era igual a él. Todo aquello que fuera contrario a sus deseos y sus
costumbres lo consideraba equivocado, lo condenaba como terrorista, extremista,
radical, o cualquier concepto que en el nivel de valores de sus aliados, les
diera la justificación para poder desaparecer a sus enemigos. Así, el hombre
llegó a abarcar un imperio que trascendía fronteras. Su civilización fue más
allá de su muerte, y sus herederos disfrutaron de lo construido por aquel
hombre.
El otro pueblo vivía
pastoreando por los desiertos. Comía lo que encontraba en el camino de sus
grandes migraciones. Adoraba el sol, la luna, la tierra, entre otras
divinidades. Porque para este pueblo, él no era más que un simple eslabón en
una inmensa cadena de habitantes que poblaban un ser llamado tierra, moviéndose
en el espacio infinito llamado universo. Entonces cada hombre era tan hermano
del aire como el pájaro que volaba sobre él. Y era primo hermano de la mantis
religiosa, y tío y sobrino a la vez del fuego que ardía cada noche y que los
acompañaba en las fiestas para agradecer la vida, la tierra, los animales, el
aire que respiraban, el agua que los limpiaba y les calmaba la sed.
Con devoción, ese
pueblo tomaba lo que necesitaba y lo demás lo dejaba atrás, porque en su camino
no podía cargar con cargas pesadas, pero también porque estaba seguro de que
más adelante encontraría un hermano río que estaría feliz de compartir sus
cauces con su pueblo. Y tenía la certeza absoluta que kilómetros más al frente,
y a pesar de parecer absurdo en medio de un desierto, encontraría un oasis
cargado de primas lejanas llamadas mangos, cocos, y otras tantas frutas que
calmarían la sed, el hambre y el cansancio que tenían.
La certeza de aquel
pueblo, era que en la ruta que sus pies caminaban, siempre encontraría un árbol
dispuesto a extender sus ramas profundo para regalarles sombra. Allí se instalaban por un tiempo. Como pago a
su familia eterna, este pueblo cantaba y danzaba haciendo homenaje al fuego.
Preparaba ceremonias y comidas, en donde tomados de las manos con el rio, el
fuego, el aire, danzaban una danza infinita de agradecimiento y hermandad por
el hambre saciada, por el cuerpo abrigado, por la voz amiga, por la lágrima
derramada en compañía.
Y a lo lejos, se
escuchaba una sinfonía de cantos, un vaivén de pasos estrellándose en la
tierra, un golpe en el corazón de alegría, una música de esperanza por los
vivos y los que se fueron. Porque cada encuentro era una ceremonia. Entonces,
el pueblo dejaba para el desierto un pájaro hecho de madera, un collar de
perlas entrelazadas con ayuda del viento, una manta para abrigar a los que
vinieran atrás, una sonrisa y una venia como agradecimiento. Y así, este pueblo
caminó por generaciones enteras, y sus hijos disfrutaron de la herencia de
aquel primer padre y madre.
Un día, estos dos
pueblos se encontraron. La historia que viene tú y yo la conocemos de memoria.
Tú decides en qué pueblo quieres creer y mantener de aquí en adelante. Ese será
el pueblo que les vas a dejar y enseñar a tus hijos y a las generaciones
venideras a cuidar.
Hiciste un silencio, y
escuché tu reacción diciéndome que es imposible, que ya somos una mezcla de
esos pueblos, que no hay marcha atrás. Y yo te digo lo que he aprendido en el
desierto: la esencia de la codicia y el egoísmo, o de la solidaridad y la hermandad,
aún permanecen intactas dentro de ti, y en cualquier momento, puedes
elegir.