03 enero 2017

La historia de dos pueblos

Esta es la historia de dos pueblos. Uno de ellos siempre quiso conquistar y ampliar sus dominios sobre otros. Para encontrar la fuerza necesaria en llevar a cabo su intento, necesitaba iguales que quisieran con toda la fuerza del mundo implantar en su vida la teoría de que el hombre es salvaje y egoísta por naturaleza, y que eso es lo que impulsa el progreso de los pueblos.

Lo claro es que encontró varios semejantes en su camino, y con la fuerza de una multitud lo logró: creó un imperio propio, basto y poderoso. A su paso iba destruyendo lo que no era igual a él. Todo aquello que fuera contrario a sus deseos y sus costumbres lo consideraba equivocado, lo condenaba como terrorista, extremista, radical, o cualquier concepto que en el nivel de valores de sus aliados, les diera la justificación para poder desaparecer a sus enemigos. Así, el hombre llegó a abarcar un imperio que trascendía fronteras. Su civilización fue más allá de su muerte, y sus herederos disfrutaron de lo construido por aquel hombre.


El otro pueblo vivía pastoreando por los desiertos. Comía lo que encontraba en el camino de sus grandes migraciones. Adoraba el sol, la luna, la tierra, entre otras divinidades. Porque para este pueblo, él no era más que un simple eslabón en una inmensa cadena de habitantes que poblaban un ser llamado tierra, moviéndose en el espacio infinito llamado universo. Entonces cada hombre era tan hermano del aire como el pájaro que volaba sobre él. Y era primo hermano de la mantis religiosa, y tío y sobrino a la vez del fuego que ardía cada noche y que los acompañaba en las fiestas para agradecer la vida, la tierra, los animales, el aire que respiraban, el agua que los limpiaba y les calmaba la sed.

Con devoción, ese pueblo tomaba lo que necesitaba y lo demás lo dejaba atrás, porque en su camino no podía cargar con cargas pesadas, pero también porque estaba seguro de que más adelante encontraría un hermano río que estaría feliz de compartir sus cauces con su pueblo. Y tenía la certeza absoluta que kilómetros más al frente, y a pesar de parecer absurdo en medio de un desierto, encontraría un oasis cargado de primas lejanas llamadas mangos, cocos, y otras tantas frutas que calmarían la sed, el hambre y el cansancio que tenían.

La certeza de aquel pueblo, era que en la ruta que sus pies caminaban, siempre encontraría un árbol dispuesto a extender sus ramas profundo para regalarles sombra.  Allí se instalaban por un tiempo. Como pago a su familia eterna, este pueblo cantaba y danzaba haciendo homenaje al fuego. Preparaba ceremonias y comidas, en donde tomados de las manos con el rio, el fuego, el aire, danzaban una danza infinita de agradecimiento y hermandad por el hambre saciada, por el cuerpo abrigado, por la voz amiga, por la lágrima derramada en compañía.

Y a lo lejos, se escuchaba una sinfonía de cantos, un vaivén de pasos estrellándose en la tierra, un golpe en el corazón de alegría, una música de esperanza por los vivos y los que se fueron. Porque cada encuentro era una ceremonia. Entonces, el pueblo dejaba para el desierto un pájaro hecho de madera, un collar de perlas entrelazadas con ayuda del viento, una manta para abrigar a los que vinieran atrás, una sonrisa y una venia como agradecimiento. Y así, este pueblo caminó por generaciones enteras, y sus hijos disfrutaron de la herencia de aquel primer padre y madre.

Un día, estos dos pueblos se encontraron. La historia que viene tú y yo la conocemos de memoria. Tú decides en qué pueblo quieres creer y mantener de aquí en adelante. Ese será el pueblo que les vas a dejar y enseñar a tus hijos y a las generaciones venideras a cuidar.


Hiciste un silencio, y escuché tu reacción diciéndome que es imposible, que ya somos una mezcla de esos pueblos, que no hay marcha atrás. Y yo te digo lo que he aprendido en el desierto: la esencia de la codicia y el egoísmo, o de la solidaridad y la hermandad, aún permanecen intactas dentro de ti, y en cualquier momento, puedes elegir.  

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