Esta historia empieza por el final: el caos, la
confusión, el desorden. Multitudes de personas corriendo en Buenos Aires, en el
tren que de Villa Rosa conduce a la
estación de Retiro. Una masa de seres
apurados salen de todos los vagones del tren. Parecemos un torrente, una masa líquida
moviéndose integrada en el vaivén del reloj y el agite de la hora pico, las 8
de la mañana.
Me veo metida en esa masa. Sin poder detenerme la masa
me lleva. Es imposible detenerse físicamente, pero la mente todo lo puede, así
que hago una parada. Los detengo a todos con mi imaginación y les
digo categóricamente: “El día de hoy, y en los días consecutivos, deben ir a
trabajar, pero nadie recibirá a cambio dinero”. Me imagino la cara de todas las
personas. Me imagino que de la masa solo unos cuantos continuarán su camino con
el mismo ánimo. A ellos los anima otra cosa. Alguna abuelita que va a cuidar a
su nieto, algún campesino acostumbrado a vivir con lo que en su aldea se
intercambia, alguna madre, ama de casa, cuidando a su hijo, algún krishna comprometido. Todos los demás se detienen y
se sublevan, incluso yo misma, que en ese momento me dirijo hacia la ciudad de
La Plata, a tratar de vender unos botones de cerámica, pues nos hemos quedado
sin dinero para continuar los siguientes días.
¿A qué horas pasó todo esto? Quito el pause a mi
mente, y la dejo seguir con la vida de la ciudad. Salgo de Retiro. Cientos de personas se aglutinan en la entrada del Subte,
bajando las escaleras con la misma prisa del reloj. Nadie mira a nadie, cada cual
está sumergido en su aparato de sonido de última tecnología. Cada cual va
inmerso en sus pensamientos, en sus problemas, en sus angustias, en sus planes,
en sus recuerdos.
Una fila larguísima se hace en la taquilla del Subte. Va rápido, como todo en esta
ciudad. La gente se impacienta moviendo sus pies al ritmo de la música. Pago el
pasaje, y entro al andén a esperar el metro. Me subo en el vagón que me conduce
de Retiro a Constitución, en la línea C. La masa me va quitando espacio en
segundos, hasta que quedo totalmente apretada, con tantos cuerpos a mi
alrededor que no puedo alcanzar a contarlos. No puedo respirar. El calor del
verano es insoportable, y en el Subte
lo es más. Cada vez mi cuerpo está más contraído. Me está faltando el aire y el
corazón se me agolpa con pánico. No puedo salir, la puerta se cierra y el tren
arranca. Cada tanto las luces se van, y siento que mi corazón va a estallar.
Debo calmarme. Trato de inhalar y exhalar despacio, y soltarme. Esto va a pasar, en Avenida de Mayo se desocupa, hay
traslado a la línea A. Una multitud de gente sale, dejando un poco más de
espacio. Ahora puedo respirar. Mi cuerpo ocupa apenas su lugar, logro estirar mis brazos y nadie los toca. Tampoco
mi espalda, ni mis pies, ni en mi cuello respira nadie.
Hay todavía gente, pero no tanta. A medida que
avanzamos las personas se van bajando en Independencia
y en San Juan. Llegamos a Constitución y el vagón está con todas
las sillas ocupadas y pocos de pie. Subo las escaleras que conducen a la
estación de tren de Constitución, y
me dirijo a la taquilla que vende los tiquetes de trenes hacia la provincia.
Hago una fila rápida, como todo en la gran ciudad. Pago el boleto de 1.50 que
me llevará en el tren hasta La Plata.
El tren está sucio, viejo, desbarajustado. Las sillas están rotas, las ventanas
desvencijadas, las paredes internas llenas de grafitis y otras tantas cosas que
uno no sabe qué son. Me siento en una silla. No me tomé el colectivo El Plaza porque sale el triple de caro,
y aunque me lleva más rápido, no tengo con qué pagar la diferencia. Espero que
pueda vender algo.
Al principio pasamos por las estaciones más habitadas
hasta llegar a Quilmes, y a partir de
esa estación es mucho más campestre el asunto. Han pasado dos horas desde que
salí de la casa, y arribo a la estación de La
Plata. Camino durante más de cuatro horas, y no vendo nada. Voy a dar una
vuelta a la manzana, dejando pasar los diez minutos que me pidió la dueña de un
almacén para desocuparse de unos asuntos antes de atenderme.
De pronto un señor se me lanza encima. Es un viejo, un
señor muy alto y robusto que trastabilla, y al enredarse con algo del asfalto
resulta en mi pecho suavemente. Pienso qué está borracho. No sé de dónde saco
fuerzas y lo sostengo mientras empiezo a gritar por auxilio. Al minuto llega la
policía, y una gran cantidad de personas que lo rodean. No sé qué hacer. Quedo
paralizada. Cuando reacciono voy de un lugar a otro pidiendo que alguien llame
a una ambulancia. Todo el mundo parece tranquilo, sólo observan el cuerpo del
hombre tirado, y comentan entre sí. Salgo corriendo a buscar una ambulancia,
pregunto a la gente, que distraída, atiende su kiosco. Me devuelvo, e intento
tomarlo en mis brazos, digo a la policía que me lo voy a llevar en un taxi a
una clínica. Un agente se me acerca y me dice que no interfiera con los
procedimientos, pues ellos ya están a cargo. Ya llamaron una ambulancia.
Han pasado cinco minutos, y no llega ninguna
ambulancia. Le digo a un agente que me dé entonces la dirección que encontraron
en la billetera, o el teléfono, para llamar a algún familiar. El agente me dice
que no intervenga en sus procedimientos, que ellos ya están encargados. No sé
qué hacer. A los quince minutos apareció una ambulancia, los médicos se
bajaron, lo subieron, y a los tres minutos informaron que había muerto.
¿A qué horas pasó todo esto? ¿En qué momento ocurrió
que hay tanta gente a mi alrededor que no conozco? ¿Cómo pasó que llegara a
importarme tan poco un ser humano? ¿Dónde está el origen de todo esto? Me voy a
una plaza y me siento. Tal vez si hubiera sido mi papá, o un amigo, o alguna
persona cercana, no hubiera dudado un segundo en tomarlo en los brazos y
subirlo a un taxi, así se muriera en el camino. Pero hay que seguir los
procedimientos, y no involucrarse. ¿En qué momento ocurrió que fuera más
importante el procedimiento que una vida? ¿A qué hora ocurrió que perdí el
paraíso, en donde todos nos
conocíamos con todos, compartíamos todo, éramos felices, no sentíamos hambre,
ni frío, no trabajábamos por plata sino por servir? ¿Cuándo ocurrió que uno no
pudiera andar con espacio? ¿Cuándo empezó esta locura? Si hasta hace menos de cien años mis
antepasados conocían a todos sus vecinos, interactuaban con la naturaleza,
tenían cientos de hectáreas como espacio, y la tierra siempre les daba algo de
comer. ¿Qué nos pasó? ¿Qué me pasó? Me encargaré de averiguarlo. Sé que no
tengo a quien culpar. Sé que el mundo en que habito es mi propio espejo. Sé que
el mundo en que habito es mi propia mente, que está demente.
Quiero sanarme, quiero volver a la cordura. Si, lo sé,
no tengo a quién culpar, ni con quien aliarme, y no es nada lo que pueda hacer
hacia afuera. Quise hacer una revolución, quise gritarle a mis padres, hermanos
y conocidos lo que estoy viendo. Pero a nadie parece importarle la locura.
Todos me dicen que me calme, que esté tranquila, que no grite, que no me
angustie. Todos se sienten cuerdos, todos se consideran normales. Ellos también
están en mi mente. Entonces, tengo que curarme, adentro, muy adentro. Conocer
cuándo empezó este caos, este desconcierto. Suerte en mi viaje alrededor de mí
misma.