26 diciembre 2016

Un tren en Buenos Aires

Esta historia empieza por el final: el caos, la confusión, el desorden. Multitudes de personas corriendo en Buenos Aires, en el tren que de Villa Rosa conduce a la estación de Retiro. Una masa de seres apurados salen de todos los vagones del tren. Parecemos un torrente, una masa líquida moviéndose integrada en el vaivén del reloj y el agite de la hora pico, las 8 de la mañana.


Me veo metida en esa masa. Sin poder detenerme la masa me lleva. Es imposible detenerse físicamente, pero la mente todo lo puede, así que hago una parada. Los detengo a todos con mi imaginación y les digo categóricamente: “El día de hoy, y en los días consecutivos, deben ir a trabajar, pero nadie recibirá a cambio dinero”. Me imagino la cara de todas las personas. Me imagino que de la masa solo unos cuantos continuarán su camino con el mismo ánimo. A ellos los anima otra cosa. Alguna abuelita que va a cuidar a su nieto, algún campesino acostumbrado a vivir con lo que en su aldea se intercambia, alguna madre, ama de casa, cuidando a su hijo, algún krishna  comprometido. Todos los demás se detienen y se sublevan, incluso yo misma, que en ese momento me dirijo hacia la ciudad de La Plata, a tratar de vender unos botones de cerámica, pues nos hemos quedado sin dinero para continuar los siguientes días.

¿A qué horas pasó todo esto? Quito el pause a mi mente, y la dejo seguir con la vida de la ciudad. Salgo de Retiro. Cientos de personas se aglutinan en la entrada del Subte, bajando las escaleras con la misma prisa del reloj. Nadie mira a nadie, cada cual está sumergido en su aparato de sonido de última tecnología. Cada cual va inmerso en sus pensamientos, en sus problemas, en sus angustias, en sus planes, en sus recuerdos.

Una fila larguísima se hace en la taquilla del Subte. Va rápido, como todo en esta ciudad. La gente se impacienta moviendo sus pies al ritmo de la música. Pago el pasaje, y entro al andén a esperar el metro. Me subo en el vagón que me conduce de Retiro a Constitución, en la línea C. La masa me va quitando espacio en segundos, hasta que quedo totalmente apretada, con tantos cuerpos a mi alrededor que no puedo alcanzar a contarlos. No puedo respirar. El calor del verano es insoportable, y en el Subte lo es más. Cada vez mi cuerpo está más contraído. Me está faltando el aire y el corazón se me agolpa con pánico. No puedo salir, la puerta se cierra y el tren arranca. Cada tanto las luces se van, y siento que mi corazón va a estallar. Debo calmarme. Trato de inhalar y exhalar despacio, y soltarme. Esto va a pasar, en Avenida de Mayo se desocupa, hay traslado a la línea A. Una multitud de gente sale, dejando un poco más de espacio. Ahora puedo respirar. Mi cuerpo ocupa apenas su lugar,  logro estirar mis brazos y nadie los toca. Tampoco mi espalda, ni mis pies, ni en mi cuello respira nadie.

Hay todavía gente, pero no tanta. A medida que avanzamos las personas se van bajando en Independencia y en San Juan. Llegamos a Constitución y el vagón está con todas las sillas ocupadas y pocos de pie. Subo las escaleras que conducen a la estación de tren de Constitución, y me dirijo a la taquilla que vende los tiquetes de trenes hacia la provincia. Hago una fila rápida, como todo en la gran ciudad. Pago el boleto de 1.50 que me llevará en el tren hasta La Plata. El tren está sucio, viejo, desbarajustado. Las sillas están rotas, las ventanas desvencijadas, las paredes internas llenas de grafitis y otras tantas cosas que uno no sabe qué son. Me siento en una silla. No me tomé el colectivo El Plaza porque sale el triple de caro, y aunque me lleva más rápido, no tengo con qué pagar la diferencia. Espero que pueda vender algo.

Al principio pasamos por las estaciones más habitadas hasta llegar a Quilmes, y a partir de esa estación es mucho más campestre el asunto. Han pasado dos horas desde que salí de la casa, y arribo a la estación de La Plata. Camino durante más de cuatro horas, y no vendo nada. Voy a dar una vuelta a la manzana, dejando pasar los diez minutos que me pidió la dueña de un almacén para desocuparse de unos asuntos antes de atenderme.

De pronto un señor se me lanza encima. Es un viejo, un señor muy alto y robusto que trastabilla, y al enredarse con algo del asfalto resulta en mi pecho suavemente. Pienso qué está borracho. No sé de dónde saco fuerzas y lo sostengo mientras empiezo a gritar por auxilio. Al minuto llega la policía, y una gran cantidad de personas que lo rodean. No sé qué hacer. Quedo paralizada. Cuando reacciono voy de un lugar a otro pidiendo que alguien llame a una ambulancia. Todo el mundo parece tranquilo, sólo observan el cuerpo del hombre tirado, y comentan entre sí. Salgo corriendo a buscar una ambulancia, pregunto a la gente, que distraída, atiende su kiosco. Me devuelvo, e intento tomarlo en mis brazos, digo a la policía que me lo voy a llevar en un taxi a una clínica. Un agente se me acerca y me dice que no interfiera con los procedimientos, pues ellos ya están a cargo. Ya llamaron una ambulancia.

Han pasado cinco minutos, y no llega ninguna ambulancia. Le digo a un agente que me dé entonces la dirección que encontraron en la billetera, o el teléfono, para llamar a algún familiar. El agente me dice que no intervenga en sus procedimientos, que ellos ya están encargados. No sé qué hacer. A los quince minutos apareció una ambulancia, los médicos se bajaron, lo subieron, y a los tres minutos informaron que había muerto.

¿A qué horas pasó todo esto? ¿En qué momento ocurrió que hay tanta gente a mi alrededor que no conozco? ¿Cómo pasó que llegara a importarme tan poco un ser humano? ¿Dónde está el origen de todo esto? Me voy a una plaza y me siento. Tal vez si hubiera sido mi papá, o un amigo, o alguna persona cercana, no hubiera dudado un segundo en tomarlo en los brazos y subirlo a un taxi, así se muriera en el camino. Pero hay que seguir los procedimientos, y no involucrarse. ¿En qué momento ocurrió que fuera más importante el procedimiento que una vida? ¿A qué hora ocurrió que perdí el paraíso, en donde todos nos conocíamos con todos, compartíamos todo, éramos felices, no sentíamos hambre, ni frío, no trabajábamos por plata sino por servir? ¿Cuándo ocurrió que uno no pudiera andar con espacio? ¿Cuándo empezó esta locura?  Si hasta hace menos de cien años mis antepasados conocían a todos sus vecinos, interactuaban con la naturaleza, tenían cientos de hectáreas como espacio, y la tierra siempre les daba algo de comer. ¿Qué nos pasó? ¿Qué me pasó? Me encargaré de averiguarlo. Sé que no tengo a quien culpar. Sé que el mundo en que habito es mi propio espejo. Sé que el mundo en que habito es mi propia mente, que está demente.

Quiero sanarme, quiero volver a la cordura. Si, lo sé, no tengo a quién culpar, ni con quien aliarme, y no es nada lo que pueda hacer hacia afuera. Quise hacer una revolución, quise gritarle a mis padres, hermanos y conocidos lo que estoy viendo. Pero a nadie parece importarle la locura. Todos me dicen que me calme, que esté tranquila, que no grite, que no me angustie. Todos se sienten cuerdos, todos se consideran normales. Ellos también están en mi mente. Entonces, tengo que curarme, adentro, muy adentro. Conocer cuándo empezó este caos, este desconcierto. Suerte en mi viaje alrededor de mí misma.  

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