Cuando tenía 21 años me
levantaba a las seis de la mañana para irme a trabajar en el banco, y
permanecía allá todo el día. A las seis de la tarde iba a la universidad y
llegaba a la casa a las 10:30 de la noche, encontrando una mesa lista con
servilleta, salsas, cubiertos, la luz prendida, mi madre calentando la comida en
el sartén, y sirviéndola mientras yo me lavaba las manos y me ponía la pijama. Los veinte minutos que duraba la comida, mi mamá me preguntaba sobre
el día, me actualizaba las cosas que habían pasado, y al finalizar, recogía mi
plato, lo lavaba junto con la olla, y dejaba inmaculada la cocina. Un día, a
las 10:30 de la noche, llegué cansada, rendida, como siempre, y mi madre me
recibe con la noticia de que hay una cuenta por pagar y que no tiene con qué.
Todo, absolutamente todo mi sueldo, era destinado a la casa, exceptuando el
dinero de mis almuerzos y transporte. Estallé en cólera. Le dije a mi madre que
trabajara, que me ayudara, que no podía soportar ese nivel de gastos, que
hiciera algo.
Al otro día, y durante una semana, cuando llegaba de
la universidad encontraba las luces del comedor apagadas, mi madre en el cuarto
sentada fumando cigarrillo y en un silencio absoluto e impenetrable. En la
cocina sólo había platos sucios que se fueron acumulando día a día en algo que
daba realmente repulsión. Los baños se llenaron de mugre. No tenía uniformes
limpios ni planchados, ni comida en la nevera, pero lo más fundamental, no
tenía un hogar a donde llegar, con una luz encendida, un plato puesto y una
persona dispuesta a compartir una charla cotidiana. El sábado, cuando volví de
clase, me senté a su lado y doblegando mi orgullo le dije: ¡madre, entendí, por
Dios santo, levanta la huelga!