18 diciembre 2016

El nivel de bondad.

Era el invierno del 2007, y se disponía a viajar 25.000 kilómetros para ir a visitar, después de varios años de ausencia, a sus seres queridos. Empacó las pocas cosas que poseía, y al lado de su blusa anaranjada, metió también esa sensación que no sabía reconocer en el corazón, esa cosa que nunca antes había sentido. Era una especie de rebote, de esos que se sienten al despertar la mañana siguiente después de alcoholizar el cuerpo. Y la sorprendió, que a pesar del volumen que tenía aquella cosa que invadía su alma, eso hubiera cabido holgadamente en su pequeña maleta. 


En Buenos Aires quedaban su esposo, sus amigos, y la casa comunitaria en donde vivían, en un barrio de clase media. Una casa que estaba en obra gris, y en cuyos muros habían pasado los últimos meses de sus vidas rodeados de polvo, pinturas, diluyentes, cemento, andamios, y ropas manchadas de todo tipo de materiales de construcción, más gotas del mate que les ayudaba a mantenerse en pie tras largas jornadas de trabajo, en medio de las cuales discutían y filosofaban sobre la vida,  sobre cómo poder llegar a ser mejores seres humanos.

Buscó el mejor pantalón que tuviera, alguno de los salvados de las inevitables manchas que genera la construcción. Tenía un blue jean, pero no le resultaba cómodo para un viaje que duraría más de 24 horas, contando las esperas en los aeropuertos.  El pantalón de rayas rojas fue el elegido entre los tres que le quedaban. La mejor blusa de algodón, la nueva, aquella que le había regalado su amiga, ya usada, hacía más de dos años. Le llamaba de ´´la nueva´´, porque era la última prenda de ropa que había llegado a su escasa indumentaria, y era la que más se conservaba. Encima de la blusa, la chaqueta de plumas de pato, último regalo que recibió de su cuñada, en uno de sus viajes a su país natal.

Los abrazos de la bienvenida, y la mirada inevitable de su hermano. La sensación parecía explotar en su maleta, que iba en el baúl del carro, junto con la maleta de su madre, quien también llegaba ese día de visita.  El siguiente comentario del hermano, fue que sería mejor aplazar la visita a la empresa para el otro día, cuando pudieran estar más descansadas y presentadas. “Presentadas”, fue la palabra que hizo rasgar la maleta, al no poder más soportar el volumen de la sensación que llevaba adentro, y que había crecido desproporcionadamente en los instantes que siguieron entre el desembarque del avión y la subida al carro.

A partir de ese momento Alina sintió un cable desconectándose de una toma de energía. Un ladrillo tras otro se unían entre sí, y se armaba con prisa una pared de varios metros de altura. La sensación se había puesto su camisa naranja al salir de la maleta después el rasgamiento por sobre-volumen. Ella solo miraba por la ventana, tratando de ignorar lo que estaba viendo. En pocos minutos la sensación había construido una pared tan alta, que resultaba imposible escuchar a sus familiares. Ni siquiera podía verlos. Sabía que estaban allí, porque podía sentir cómo se movían todos juntos hacia la casa, cómo la metían en su cuarto, y cómo la dejaban allí, junto con su maleta rota, y la sensación creciendo como si fuera una bacteria alimentada por el calor. Sabía que estaban allí, porque alcanzaba a escuchar los murmullos que la llamaban a comer, a ir al teatro, y hasta a visitar la empresa que sus hermanos habían construido con tanto éxito en los últimos años.

Lograba ver todo. Lograba ver las paredes de la empresa, los obreros trabajando, hasta lograba imaginarse el cuerpo de sus familiares moviéndose al lado de ella, al otro lado de la pared.

Un departamento de un lujo impresionante contrastaba con la humildad de la morada que le esperaba como casa a 25.000 kilómetros de distancia.  Todo era en extremo limpio, ordenado, reluciente y costoso, mientras que en su casa todo andaba lleno de polvo por la obra, en desorden, y el dinero era como el agua en el desierto. La sensación se sentó al lado de ella, del lado en que le era posible ver. Y comenzó a hablarle alto, muy alto, tan fuerte que sus oídos casi estallan. “Fracasada, eso es lo que eres, una fracasada. Creciste en una familia de bien, nunca te faltó la mejor educación y cultura, y se te inculcaron los valores sociales para que fueras alguien en la vida. Tienes una carrera, y hasta pudiste trabajar en una multinacional. Te pretendieron los mejores hombres, los más ricos y exitosos. Tuviste la posibilidad de escalar y hasta de ser gerente, como cualquiera de tus amigas. Y ahora mírate. Dizque siendo más importante que el dinero esas boberías del amor, de la filosofía, de la libertad interior, y todas esas babosadas que no dan para comer”. Ella guardó silencio. ¿Y si la sensación tenía razón? ¿Y si todo había sido un engaño, y la libertad no era posible, sino solo una utopía de algunos locos? Pero no podía negar ese sentimiento profundo que había experimentado cientos de veces en su vida.  Las veces que había percibido la real felicidad, habían sido momentos en que el poder, la ambición, la competencia o el dinero, no estaban sentados en la mesa. “¡Ah sí, claro, entonces vete al Tíbet, y aliméntate de Prana, y vive en una cueva!” Le decía sarcástica la sensación, quien ahora se había sentado en lo más alto de la pared, que ya casi llegaba hasta el siguiente piso del apartamento en el que estaban.  “¿De qué vamos a vivir ah? Dime, ¿o es que piensas alimentarnos de amor, y de compañerismo, y de libertad, y de sueños de adolescente?” Un nuevo silencio se produjo. Era una realidad. Tenía casi 37 años, y no tenía nada que le perteneciera. Los últimos años había dedicado su vida a recorrer los lugares hablando con las personas, diciéndoles que esa sensación de libertad y de eternidad, no solo era real, sino también posible. Qué sólo era que nos rodeaban demasiados miedos que nos encarcelaban, y nos alejaban de esa búsqueda esencial. Andaba con su esposo, recorriendo ciudades, e instalándose un tiempo para contar a quien quisiera oír -siempre pocos, muy pocos- que era posible conectarse con lo más sagrado para crear un nuevo destino, que era posible ser libres, y dejar el miedo que nos genera el egoísmo. Pero, ahora se enfrentaba nuevamente con la comodidad y el confort que seducen tanto al alma. Y lo dudaba, lo dudaba de una forma tal, que no era capaz de matar la sensación, sino que por el contrario, la sensación  se robustecía haciendo que el espacio quedara demasiado apretado.

El éxito y la derrota, el triunfo y el fracaso. Solo el nombre del lugar al que llegó era la evidencia de lo que sentía. Todo a su alrededor retumbaba en su cabeza con una fuerza tremenda. Pensaba cómo hasta hacía apenas cuatro días, en pleno invierno, se rompieron en la obra dos enormes vidrios de la sala comedor, y tuvieron que pasar una noche de un frío indescriptible, mientras que su amiga pidió dinero prestado para poder instalar al otro día a la tarde los ventanales rotos. Contaban siempre con poco dinero para sostenerse, ya que la prioridad era la hermandad, la cooperación, la filosofía, el despertar de la consciencia, la búsqueda de la realidad y la verdad detrás de las formas físicas. Y el hecho de practicar todas estas cosas lo pone a uno a veces en ciertos lugares de una gran incomodidad, sólo para conocer los vericuetos del alma humana. La derrota, el fracaso. ¿Sería que había fracasado en la vida? ¿Sería que en síntesis su vida había sido un error, una derrota? ¿Sería que no había alcanzado el éxito por haber perseguido ideales intangibles y lejanos?

Se sentó en unos enormes e inmaculados sillones blancos que exhalaban un delicioso aroma a cuero nuevo. Sus pies descalzos descansaban sobre un piso térmico, en donde se sentía la temperatura ideal. Los enormes ventanales dejaban divisar una preciosa vista sobre un bosque enorme, y se concentró en la fuente del edificio, en cuya agua se reflejaba  el cielo de colores tornasolados, anunciando lo más entrado del verano. La heladera repleta de comida le quitaba en forma inmediata el hambre, aún sin comer, y la comodidad de los sentidos la llenaba de un confort olvidado, pero demasiado placentero. Tomó su cuaderno de notas y empezó a registrar sus sensaciones. ¿Qué es el triunfo, qué es el éxito? ¿Qué es la derrota, qué es el fracaso? ¿Dónde se encontraba en esos dos extremos? ¿Cuál era la verdadera medida de las cosas? ¿Qué era lo verdaderamente importante en la vida? ¿Qué perseguir? Empezó a anotar estas preguntas, y a responderlas lo más honestamente posible. De pronto, como si se tratara de un sueño, se acercó su sobrino, quien tenía en ese entonces cinco años de edad.  Se sentó a su lado y le preguntó:
-           ¿Tía que haces?
-         Estudio.
-         ¿Y qué cosa estudias tía?
-         Estoy estudiando sobre el éxito y el fracaso, y estoy viendo que en realidad, eso no es lo importante…

Pero el niño no le dejó terminar su frase de adulta. Con la seguridad de un anciano sabio que lo ha recorrido todo, se levantó del sofá y le dijo:

-          Claro que no tía, eso no es lo importante, lo importante es el nivel de bondad con el que hagas  las cosas.


La mujer cerró su cuaderno y supo que su estudio había llegado a su fin. Días más tarde, el mismo niño, sentado en el mismo lugar, le dijo: "Sabes, quiero saber cómo piensa Dios, quiero saber todas esas cosas".  Alina se fue corriendo a contarles a los adultos las dos historias que le habían ocurrido con el niño en esos días, pero se sintió como el niño piloto de "El principito" mostrando la Goibá comiéndose un elefante. La miraron con cara de incredulidad y siguieron hablando de cosas importantes en el mundo de los adultos. 

Páginas