Por estos
días, varias personas me han dicho que soy radical y extremista. Que juzgo a
las personas, a la sociedad, que condeno todo el tiempo. Durante mucho tiempo
he observado esos pensamientos, y todo lo que ha movilizado en mí esa crítica,
que me hace sentir por momentos atacada.
El
siguiente paso, es que me pongo a ver qué hay de realidad en esa apreciación. Y
al final, me doy cuenta que sí. Que en algunos aspectos he llegado a un punto
de radicalidad absoluta. Si o No. Bien o Mal. Ese límite que determina el
actuar del ser humano, y que durante milenios ha sido motivo de estudio por la rama
de la filosofía llamada ética.
Hace varios
años comenzó ese camino de volver a cuestionarme el límite que como ser humano
me establezco. Los primeros años de mi vida, crecí en una sociedad que me dijo
que el cielo era el límite, que siguiera mis deseos, que todo lo que realmente
quisiera podía hacerse realidad mediante trabajo, esfuerzo, disciplina y
compromiso. Eso me gustó. Desde mis 17 años comencé a comprobarlo, y al cabo de
poco tiempo me di cuenta que no sólo era verdad, sino que era deliciosamente
placentero. Los proyectos que me fui imponiendo en mi vida, que se manifestaron
como ideas en mi cabeza, iban dibujándose primero en planes, y luego, con toda
la entrega, vi como uno a uno se fueron materializando las cosas que quise
hacer: mi carrera, lograr el ingreso a empresas de fama nacional, comprar un
carro, vivir sola, tener todas las cosas que iba deseando, viajar. En esa
actitud positiva y de entrega absoluta de lo mejor de mí, quienes conocen la
técnica, saben cuál fue el resultado. Ese estado de buena actitud, esa sonrisa
en el rostro, esa disposición a hacer lo que los demás querían y esperaban de
mí, de acuerdo con mis propios intereses, todo eso me dio los resultados que en
las empresas me prometían y lo que la sociedad indicaba como deseable.
Mi vida
íntima sin embargo no tuvo el mismo “éxito aparente”. La falta de límites en mi
placer, hizo que me hiciera mucho daño emocionalmente, y en ese desequilibrio
emocional le hice daño a muchas personas que sé que me quisieron de verdad, que
me respetaron y me quisieron bien. Pero desdibujé el límite a causa de mi
placer, y sin ser consciente, fui buscando emociones fuertes en las personas
que se cruzaban por mi camino, y a quien no me diera las dosis esperadas,
simplemente salían de mi vida, con la facilidad con la que se desecha un
producto que a uno no le causó satisfacción. Las consecuencias no se hicieron
esperar, y un dolor muy fuerte se instaló en mi alma. Me vinculé a otros tipos
de excesos: deportes extremos, mucho alcohol los fines de semana, rumbas hasta
amanecer, y hasta llegar a consumir marihuana prácticamente todos los días de
mi vida durante dos años.
Nuevamente, esos límites desdibujados, me generaban cada vez más dolor, y entre más dolor, parecía como si el límite de emoción buscada tenía que dar un paso más allá entre mi propia sensibilidad y la de otros. Sé que hice mucho daño. Un día me di cuenta de mi vacío y de mi dolor, y quise no seguir escapando, quise retomar el camino de vuelta a lo más simple de mi misma, y pedí al universo iluminación. Comencé a conocerme a mí misma, a meditar, dejé radicalmente los vicios gruesos, los más fáciles de ver: droga, sexo, alcohol y cigarro, y en un proceso de mirarme profundo, emprendí un camino de vuelta a reconocer los límites que me establecía, de acuerdo con mi grado de conciencia.
No se trata de una religión, ni de dogmas. Aunque recuerdo que varias personas cercanas, cuando dejé de practicar alguno de estos vicios, me decían si era que mi religión me lo prohibía. No, no se trataba de una religión, se trataba de que me había empezado a dar cuenta de que el placer había desdibujado mi percepción clara de las cosas, y que en la búsqueda de esa sensación de emoción, confort y adrenalina, le estaba haciendo daño a mi cuerpo, y de paso a otras personas, al aire que respiraba, a mi hígado, a mis pulmones, a mis relaciones.
Entonces
durante todos estos años, he intentado ver cómo cada una de mis acciones, en
búsqueda de mis anhelos, genera impacto en mí misma y en otros. Esa es mi única
ética, esa es la única medida que me mide. Benito Juárez decía: “El respeto al
derecho ajeno, es la paz”. Mi abuelo siempre me enseñó esa frase. ¿Cómo estar
concentrado para saber mi derecho, y el derecho ajeno? ¿Cómo establecer esa
línea fina, que me permita identificar que cada uno de mis pensamientos, de mis
palabras, de mis obras, afecta invisiblemente el límite del otro? No hablo sólo
de seres humanos, o de la propiedad privada, como ha llegado a desdibujarse y volverse
como única cosa defendible. Vivimos en un planeta del cual dependemos todo el
tiempo. El aire que respiro, el agua, la tierra, las otras personas que también
como yo están buscando recursos para poder vivir. Todo es un sincronismo absoluto,
de relaciones que no se ven, y en cuya danza yo violento a otro sin darme
cuenta, cada vez que me dejo obnubilar por mi deseo.
Porque el
deseo, la ambición, el placer, generan en nosotros un estado de hipnotismo que
no nos deja ver, que no nos permite ver al otro como un igual a nosotros, como
un hermano que está en las mismas que yo, sino como alguien que nos sirve en la
obtención de nuestros placeres, de nuestras necesidades y satisfacciones. Así
establecemos relaciones de dominio, de violencia contra lo más puro del otro, y
sin darnos cuenta, que es lo peor. Ningún tipo de relación que esté motivada
por mis propias pasiones, deseos, ambiciones, podrá nunca revelarme, darme el
tesoro de la verdadera unión, la verdadera conexión con el otro.
Es
necesario detenernos honesta y conscientemente, para poder mirar al otro como
un par, como un igual. Y eso es un trabajo, y por lo mismo implica tiempo,
atención, intención.
No, el
cielo de nuestro deseo no es el límite. El límite de nuestro deseo es el otro. Todos
los otros con los cuales nos relacionamos. Y alterar esta ley es la que
ocasiona la violencia contra la mujer, contra el hombre, contra los niños, contra los otros seres, y ese estado de desconexión solo produce dolor, ansiedad, peleas, la tiranía, los sistemas políticos despóticos.
Aprender a
protegernos de la inconsciencia de los otros, implica un estar muy atentos para
pedirle a nuestra esencia que nos ayude a poner mucha sabiduría cada vez que
sentimos que nuestro espacio está siendo agredido. No responder con la misma
moneda. No devolver con la agresión con la que el otro, que no puede ver por su estado de hipnotismo por su deseo, intenta apoderarse de nuestra energía para su propia satisfacción.
Solo mediante el profundo conocimiento de nuestras propias agresiones, de
nuestros propios odios, de nuestro propio ego, podremos llegar a entender esto
desde lo más profundo de nuestra esencia.
Sé que es
posible. Las personas a nuestro alrededor, y nosotros mismos, cegados por
nuestros impulsos egoístas, hacemos daño a otros, al medio en el que vivimos.
Estar concentrados para no permitírnoslo ni permitírselo a otros, desde nuestro
interior y sin violencia, solo marcando ese límite claramente desde lo más
profundo de nosotros, sin agredir, es un largo camino, individual, que si lo
vamos logrando, otros verán e intentarán practicar. Sé que es difícil, que la
mayoría de veces nos equivocamos, y se nos olvida. Pero lo único claro que
tengo ahora es que no, el cielo no es el límite de nuestros deseos. El límite
es todo lo que nos rodea, el límite es la comprensión de cualquier otro, y de esa
relación que establecemos con él. Ese es el verdadero límite que debemos
aprender a conocer y respetar si realmente queremos un mundo propio y externo
en paz.