17 diciembre 2016

¿Cuándo creas en ti, ni el cielo será tu límite? ¿Qué nos hemos creído?



Por estos días, varias personas me han dicho que soy radical y extremista. Que juzgo a las personas, a la sociedad, que condeno todo el tiempo. Durante mucho tiempo he observado esos pensamientos, y todo lo que ha movilizado en mí esa crítica, que me hace sentir por momentos atacada.

El siguiente paso, es que me pongo a ver qué hay de realidad en esa apreciación. Y al final, me doy cuenta que sí. Que en algunos aspectos he llegado a un punto de radicalidad absoluta. Si o No. Bien o Mal. Ese límite que determina el actuar del ser humano, y que durante  milenios ha sido motivo de estudio por la rama de la filosofía llamada ética.


Hace varios años comenzó ese camino de volver a cuestionarme el límite que como ser humano me establezco. Los primeros años de mi vida, crecí en una sociedad que me dijo que el cielo era el límite, que siguiera mis deseos, que todo lo que realmente quisiera podía hacerse realidad mediante trabajo, esfuerzo, disciplina y compromiso. Eso me gustó. Desde mis 17 años comencé a comprobarlo, y al cabo de poco tiempo me di cuenta que no sólo era verdad, sino que era deliciosamente placentero. Los proyectos que me fui imponiendo en mi vida, que se manifestaron como ideas en mi cabeza, iban dibujándose primero en planes, y luego, con toda la entrega, vi como uno a uno se fueron materializando las cosas que quise hacer: mi carrera, lograr el ingreso a empresas de fama nacional, comprar un carro, vivir sola, tener todas las cosas que iba deseando, viajar. En esa actitud positiva y de entrega absoluta de lo mejor de mí, quienes conocen la técnica, saben cuál fue el resultado. Ese estado de buena actitud, esa sonrisa en el rostro, esa disposición a hacer lo que los demás querían y esperaban de mí, de acuerdo con mis propios intereses, todo eso me dio los resultados que en las empresas me prometían y lo que la sociedad indicaba como deseable.

Mi vida íntima sin embargo no tuvo el mismo “éxito aparente”. La falta de límites en mi placer, hizo que me hiciera mucho daño emocionalmente, y en ese desequilibrio emocional le hice daño a muchas personas que sé que me quisieron de verdad, que me respetaron y me quisieron bien. Pero desdibujé el límite a causa de mi placer, y sin ser consciente, fui buscando emociones fuertes en las personas que se cruzaban por mi camino, y a quien no me diera las dosis esperadas, simplemente salían de mi vida, con la facilidad con la que se desecha un producto que a uno no le causó satisfacción. Las consecuencias no se hicieron esperar, y un dolor muy fuerte se instaló en mi alma. Me vinculé a otros tipos de excesos: deportes extremos, mucho alcohol los fines de semana, rumbas hasta amanecer, y hasta llegar a consumir marihuana prácticamente todos los días de mi vida durante dos años.

Nuevamente, esos límites desdibujados, me generaban cada vez más dolor, y entre más dolor, parecía como si el límite de emoción buscada tenía que dar un paso más allá entre mi propia sensibilidad y la de otros. Sé que hice mucho daño. Un día me di cuenta de mi vacío y de mi dolor, y quise no seguir escapando, quise retomar el camino de vuelta a lo más simple de mi misma, y pedí al universo iluminación. Comencé a conocerme a mí misma, a meditar, dejé radicalmente los vicios gruesos, los más fáciles de ver: droga, sexo, alcohol y cigarro, y en un proceso de mirarme profundo, emprendí un camino de vuelta a reconocer los límites que me establecía, de acuerdo con mi grado de conciencia.

No se trata de una religión, ni de dogmas. Aunque recuerdo que  varias personas cercanas, cuando dejé de practicar alguno de estos vicios, me decían si era que mi religión me lo prohibía. No, no se trataba de una religión, se trataba de que me había empezado a dar cuenta de que el placer había desdibujado mi percepción clara de las cosas, y que en la búsqueda de esa sensación de emoción, confort y adrenalina, le estaba haciendo daño a mi cuerpo, y de paso a otras personas, al aire que respiraba, a mi hígado, a mis pulmones,  a mis relaciones.

Entonces durante todos estos años, he intentado ver cómo cada una de mis acciones, en búsqueda de mis anhelos, genera impacto en mí misma y en otros. Esa es mi única ética, esa es la única medida que me mide. Benito Juárez decía: “El respeto al derecho ajeno, es la paz”. Mi abuelo siempre me enseñó esa frase. ¿Cómo estar concentrado para saber mi derecho, y el derecho ajeno? ¿Cómo establecer esa línea fina, que me permita identificar que cada uno de mis pensamientos, de mis palabras, de mis obras, afecta invisiblemente el límite del otro? No hablo sólo de seres humanos, o de la propiedad privada, como ha llegado a desdibujarse y volverse como única cosa defendible. Vivimos en un planeta del cual dependemos todo el tiempo. El aire que respiro, el agua, la tierra, las otras personas que también como yo están buscando recursos para poder vivir. Todo es un sincronismo absoluto, de relaciones que no se ven, y en cuya danza yo violento a otro sin darme cuenta, cada vez que me dejo obnubilar por mi deseo.  

Porque el deseo, la ambición, el placer, generan en nosotros un estado de hipnotismo que no nos deja ver, que no nos permite ver al otro como un igual a nosotros, como un hermano que está en las mismas que yo, sino como alguien que nos sirve en la obtención de nuestros placeres, de nuestras necesidades y satisfacciones. Así establecemos relaciones de dominio, de violencia contra lo más puro del otro, y sin darnos cuenta, que es lo peor. Ningún tipo de relación que esté motivada por mis propias pasiones, deseos, ambiciones, podrá nunca revelarme, darme el tesoro de la verdadera unión, la verdadera conexión con el otro.

Es necesario detenernos honesta y conscientemente, para poder mirar al otro como un par, como un igual. Y eso es un trabajo, y por lo mismo implica tiempo, atención, intención.
No, el cielo de nuestro deseo no es el límite. El límite de nuestro deseo es el otro. Todos los otros con los cuales nos relacionamos. Y alterar esta ley es la que ocasiona la violencia contra la mujer, contra el hombre, contra los niños, contra los otros seres, y ese estado de desconexión solo produce dolor, ansiedad, peleas, la tiranía, los sistemas políticos despóticos.

Aprender a protegernos de la inconsciencia de los otros, implica un estar muy atentos para pedirle a nuestra esencia que nos ayude a poner mucha sabiduría cada vez que sentimos que nuestro espacio está siendo agredido. No responder con la misma moneda. No devolver con la agresión con la que el otro, que no puede ver por su estado de hipnotismo por su deseo, intenta apoderarse de nuestra energía para su propia satisfacción. Solo mediante el profundo conocimiento de nuestras propias agresiones, de nuestros propios odios, de nuestro propio ego, podremos llegar a entender esto desde lo más profundo de nuestra esencia.

Sé que es posible. Las personas a nuestro alrededor, y nosotros mismos, cegados por nuestros impulsos egoístas, hacemos daño a otros, al medio en el que vivimos. Estar concentrados para no permitírnoslo ni permitírselo a otros, desde nuestro interior y sin violencia, solo marcando ese límite claramente desde lo más profundo de nosotros, sin agredir, es un largo camino, individual, que si lo vamos logrando, otros verán e intentarán practicar. Sé que es difícil, que la mayoría de veces nos equivocamos, y se nos olvida. Pero lo único claro que tengo ahora es que no, el cielo no es el límite de nuestros deseos. El límite es todo lo que nos rodea, el límite es la comprensión de cualquier otro, y de esa relación que establecemos con él. Ese es el verdadero límite que debemos aprender a conocer y respetar si realmente queremos un mundo propio y externo en paz. 

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